CASTILLA Y LO CASTELLANO
Julio Valdeón Baruqye. Universidad de Valladolid
Identidad
«Nombre glorioso que ilumina la historia … promontorio espiritual emergido durante siglos en la anchura del orbe». Tal era la presentación que hacía de Castilla el abogado y erudito riosecano Justo González Garrido en una conferencia que pronunció en el Ateneo de Valladolid en el año 1915 con el título «El castellanismo y la restauración del espíritu regional castellano». En la misma fecha de 1915 Julio Senador Gómez decía en su libro «Castilla en escombros»: «Hoy decir Castilla no es más que articular un vocablo vacío de sentido, porque ya no queda aquí ningún «Castilla» de existencia real». Se trata, obviamente, de dos versiones contrapuestas acerca de Castilla. Ahora bien, un análisis más detenido nos llevaría a la conclusión de que entre ambas posturas había puntos de contacto. González Garrido elogiaba Castilla como escenario de un pasado brillante y depositaria de un patrimonio espiritual espectacular, pero al tiempo, se lamentaba de la falta de un auténtico espíritu regional castellano. Senador Gómez, conocedor como pocos de la realidad cotidiana de la vida del pueblo, pintaba un cuadro negrísimo de las tierras castellanas. A ambos en el fondo, les dolía Castilla. Y los dos parecen tener claro a qué se refieren cuando hablan de Castilla. ¿Sabemos en 1994 que quiere decir Castilla? Me temo que en estos finales del siglo XX la idea de Castilla se nos ha evaporado. De poco servirá acudir a la historia para recordar que Castilla fue, sucesivamente, un condado, un reino y una corona. Tampoco nos sacará de apuros poner de relieve el papel medular que tirios y troyanos han adjudicado a Castilla en la construcción de España. ¿Y si nos fijamos en la lengua o en la cultura? Ciertamente Castilla esta indisolublemente ligada a uno de los idiomas más importantes del mundo, vehículo por lo demás, de obras literarias imperecederas. En cuanto a la cultura castellana nadie negará su consistencia. Horst Hina investigador alemán, publicó en 1985 un impresionante libro con el título «Castilla y Cataluña en el debate cultural. 1714-1939». Castilla es un nombre conocido para los europeos cultos. Y sin embargo, intentar especificar a qué se llama hoy Castilla tanto si nos fijamos en su delimitación territorial como si pretendemos aprehender su espíritu es una tarea extremadamente difícil por no decir imposible. Está clara la existencia de Cataluña, de Galicia o del País Vasco por aludir a las autodenominadas «nacionalidades históricas». Castilla, en cambio, o se diluye en la totalidad de lo español o es simplemente, como con frecuencia se entiende desde la periferia, el centro político del estado, es decir Madrid.
Desde el punto de vista político Castilla no existe en el actual panorama español. Hay, por supuesto, dos comunidades autónomas en las que aparece ese nombre, pero siempre unido a otros vocablos, en un caso por medio de una conjunción copulativa («y León»), en el otro a través de un guión («La Mancha»). Territorios históricos que formaron parte, ora de Castilla la Vieja, como las antiguas provincias de Logroño y Santander, ora de Castilla la Nueva, como Madrid constituyen hoy en día comunidades autónomas propias. Si alguien se identifica como castellano a secas el interlocutor ignorará si esta en presencia de un castellano-leonés o de un castellano-manchego. Así las cosas se entiende que cuando un hombre público de nuestra comunidad autónoma habla sin más de Castilla y lo castellano, olvidándose de la referencia a León, se convierta en un personaje sospechoso.
Se nos dirá que una cosa es Castilla como entidad histórica, dotada de un acervo cultura¡ peculiar, y otra la articulación político-administrativa del estado. Creo, sin embargo, que las cosas no van por ese camino. La idea de Castilla como cultural, al menos tal y como fue vista por los hombres del 98, se bate hoy día en retirada, y en ello tienen su influencia: las circunstancias políticas. Aportaré un dato que me parece muy significativo. A raíz de la publicación, en 1984, del libro de José Jiménez Lozano «Guía espiritual de Castilla», uno de los más penetrantes ensayos que jamás se hayan escrito sobre el tema, apareció en «Díario 16» una reseña inverosímil. El autor, un conocido escritor leonés, afirmaba que el libro era un puro disparate, toda vez que uno de sus primeros capítulos «Subida a los montes Aquilíanos» hablaba de un territorio que no era castellano, sino leonés, y en el mismo había fotos de iglesias mozárabes leonesas. ¡Que lejos nos hallamos de los tiempos en que Gumersindo de Azcárate, preclaro Intelectual leonés de principios de siglo, afirmaba con orgullo: «Yo, que soy castellano porque soy leonés»! Siguiendo con esa línea argumenta¡ alguien podría haber condenado a Unamuno por decir desde Salamanca, provincia de¡ antiguo reino de León, «Tú me levantas, tierra de Castílla».
La construcción de España
En el mapa político-administrativo de la España actual no existe ninguna comunidad autónoma que se denomine, sin más, Castilla. Ahora bien, ello no es consecuencia ni de una confabulación de los políticos que planearon el mapa de las autonomías ni de un lamentable error, corno apuntaba Anselmo Carretero en su artículo «Embrollos entorno a Castilla», a comienzos de los ochenta. Esa situación por el contrario, tiene explicación en la compleja historia de Castilla y, fundamentalmente en el singular proceso dialéctico desarrollado entre Castilla y España.
El «pequeño rincón» de que se habla en el Poema de Fernán González, pues no otra cosa era Castilla en aquel tiempo, termino siendo el mas pujante reino de la España medieval cristiana. Desde mediados de¡ siglo XIII la corona de Castilla se extendía desde Fuenterrabía hasta el golfo de Cádiz y desde Finisterre hasta Cartagena. Sus soberanos ostentaban la titularidad de diversos reinos (Castilla, León, Galicia, Toledo, Jaén, Córdoba, Sevilla, Murcia) y señoríos (Molina y, a partir de la segunda mitad de¡ siglo XIV, Vizcaya), si bien lo habitual era que se les designase simplemente como «reyes de Castilla». Aquel territorio no sólo era muy amplio sino también muy variado. El Obispo burgalés Alonso de Cartagena dijo, en un discurso pronunciado en el Concilio de Basilea en 1434, que la corona de Castilla «ay Diversas nascíones… ca los castellanos e los gallegos e los viscainos diversas nascíones son, e usan de diversos lenguajes». Pero esa diversidad, expresada en el uso de diversos idiomas era una cara de la moneda. La otra nos ofrecía por el contrario un panorama homogeneizador, patente en el ámbito institucional y jurídico. Así por ejemplo los reinos de Castilla y León, por escoger dos piezas significativas de¡ mosaico citado, desde principios de¡ siglo XIV «se funden en un todo principal, las instituciones políticas son comunes a todos ellos y todos se rígen por un mísmo sistema de Derecho» según el ilustre jurista García Gallo. En ese sentido la corona de Castilla contrastaba abiertamente con la de Aragón, integrada por las mismas fechas por cuatro entidades político-territoriales que mantenían sus peculiaridades institucionales y jurídicas. De ahí que esas entidades de los tiempos medievales, Aragón, Cataluña, Valencia y Mallorca, coincidan básicamente con las comunidades autónomas de similar denominación de nuestros días. No obstante el aspecto esencial, por lo que concierne a nuestra argumentación, estriba en el papel desempeñado por Castilla en la construcción de España, el «Castilla hizo a España», expresión en la que estaban de acuerdo Ortega y Gasset y Sánchez Albornoz. Claro que el protagonismo de Castilla en la edificación de la España moderna tiene su contrapunto en la imagen de centralismo agobiante y de opresión sobre los restantes pueblos asentados en la piel de toro que se han atribuido a Castilla y a lo castellano.
La reconstrucción de la perdida unidad de Hispania (España, en romance) era un objetivo común a los diversos reyes y príncipes cristianos. Tomich, un cronista catalán de fines de la Edad Media, después de lamentarse de la pérdida de España por el rey visigodo don Rodrigo, expresaba su esperanza de que «los condes y reyes con sus inmortales virtudes la recobraran». Pero ¿quién dirigía la batuta en aquella orquesta? La iniciativa partió de los monarcas astures heredados por los reyes leoneses y éstos a su vez por los monarcas castellano-leoneses. El cronista Rodrigo Jiménez de Rada consideraba a los reyes de Castilla como los interpretes más autorizados de¡ legado de época visigoda. Por su parte, el antes citado Alonso de Cartagena establecía una línea sucesorio entre los reyes godos, D. Pelayo y la corona de Castilla, añadiendo que a esta última le correspondía la monarquía sobre todas las partes de Hispania. Casi por las mismas fechas Rodrigo Sánchez de Arévalo, brillante tratadista político, afirmaba que el reino castellano-leonés era primero y principal por su posición central en la Península Ibérica, pero sobre todo porque los restantes reinos hispánicos (Aragón, Navarra, Portugal) eran simplemente «derivados» .
El legado histórico que recogía la corona de Castilla, su mayor peso en la España de fines de¡ siglo XV, tanto en términos territoriales como poblacionales y económicos, su más acusada homogeneización institucional y las mayores posibilidades de ejercicio del poder político de sus soberanos (el incipiente «poderío absoluto»), explican que dirigiera la tarea de construir España. Pero en esa labor no sólo se vació Castilla sino que sus señas de identidad terminaron por identificarse con las españolas en general.
Construcción de España
La participación de Castilla en la construcción de España ha sido tan intensa que, en el momento en que cada una de una de las piezas del mosaico pretende resaltar sus señas de identidad, resulta en extremo difícil deslindar lo específicamente castellano de lo genéricamente español. Por lo demás, el protagonismo de Castilla en el alumbramiento del estado español ha tenido, y en qué medida, sus costes políticos. Sánchez Albornoz se quejaba amargamente de la acusación de centralista que se lanzaba contra Castilla, considerándola una tesis peregrina. Pero es indudable que Castilla y lo castellano sirvieron de modelo para todos los procesos centralistas que se han dado en España en los últimos siglos, desde los Borbones hasta Franco.
Se podrá alegar que esas medidas no las tomaba el pueblo sino las clases dirigentes, que se habían apropiado de Castilla y lo castellano para utilizarlos al servicio de sus intereses, de acuerdo con la tesis del «rapto de Castilla». Al fin y al cabo Pi i Margall, un político federalista catalán, no lo olvidemos, afirmó, en el pasado siglo, que Castilla fue «entre las naciones de España la primera que perdió sus libertades», hecho que, según él, aconteció a raíz de la derrota de los Comuneros en Villalar. No es menos cierto que el centralismo castellano sirvió, muchas veces, como coartada para trasladar al terreno de la pugna entre pueblos lo que en el fondo era un conflicto de otra naturaleza, por ejemplo entre clases sociales, como ha señalado J. Carabaña.
Pero, desde la perspectiva de los otros pueblos de España, celosos de preservar sus peculiaridades, difícilmente podía borrarse la imagen de una Castilla centralista, máxime cuando ésta, con su «lengua de Imperio» y la exaltación de valores considerados típicamente castellanos corno el hidalguismo, era el paradigma de lo que en la jerga retórica del franquismo se denominaba «la unidad de los hombres y de las tierras de España».
José Luis Martín, uno de los pioneros del regionalismo contemporáneo en nuestras tierras, ha escrito lo siguiente: «Castilla en sentido amplio, no ha tenido suerte con la historia. Sus enemigos corno es natural, la han atacado, y sus amigos poco o nada han hecho por ella: excederse en las alabanzas hasta hacerlas increíbles y despersonalizarla confundiendo a España con Castilla, lo español y lo castellano». En verdad la identificación entre Castilla y España ha sido vista por muchos como un timbre de gloria, como un altísimo honor para la patria de Fernán González y del Cid. En tiempos de la Segunda República hubo incluso, paradoja de las paradojas, quienes admitían un estatuto de autonomía para Castilla y León, pero con la esperanza de que fuera un instrumento para restaurar la unidad a machamartillo de la patria. Así se expresaba un colaborador de «El Norte de Castilla» en un artículo de junio de 1936: «La robusta complexión de España por ellos (Castilla y León) representada, el verdadero espíritu de la raza, el alma de nuestra historia nacional, van a encarnarse en este nuevo Estatuto y van a plasmar en una nueva región autónoma que, por su posición geográfica, por ser el centro de gravedad físico y espiritual de nuestra Patria, puede ser también algún día la Covadonga desde donde dé comienzo la ingente cruzada de rescate que devuelva sus sagrados atributos su plenitud de fuerzas, a la España que hoy se escinde y se desmembra». El estallido de la guerra civil, apenas un mes más tarde, confiere un especial valor a esas palabras, expresión, por otra parte, de una concepción política de claro signo reaccionario.
¿Y la generación del 98? La búsqueda apasionada de lo genuino hispano, que ellos creyeron encontrar en las entrañas de las tierras castellanas, en donde apenas había otra cosa sino «atónitos palurdos» y «decrépitas ciudades», que dijera Antonio Machado, ha contribuido asimismo a lanzar esa imagen de similitud entre lo español y lo castellano. Pero al llegar al final del recorrido histórico ¿qué balance podemos hacer? La herencia del pasado está ahí, nos guste o nos disguste, y de ella no podernos prescindir. En el momento de recomponer, en términos políticos, el mapa de España, Castilla lo tiene mucho más difícil, precisamente por la función que desempeñó de impulsora del proyecto común. La lengua, las tradiciones, el folklore, las instituciones, etc… se han conservado mejor donde era preciso luchar para mantenerlos que donde, por el contrario, eran elementos en continua expansión.
Comunidad política
Circunstancias de diversa índole, económicas, políticas y culturales, motivaron la aparición de un espíritu regionalista en tierras de Castilla y León en las últimas décadas del siglo XIX, espíritu regionalista que, con diversas alternativas, prosiguió durante el primer tercio del presente siglo. Por de pronto se sintió la necesidad de organizar la defensa de los intereses de la región, que ante todo eran los, intereses de la burguesía agraria. Paralelamente cristalizó la idea de no quedar rezagados en el camino por adquirir autonomía regional, camino en el que Cataluña tomó pronto la delantera. De ahí que el denominado «regionalismo sano» expresión aplicable al intento de vertebración de las provincias de Castilla la Vieja y León, tuviera, casi desde sus inicios, un indudable tinte de anticatalanismo. Por lo demás numerosos intelectuales y hombres públicos (Macías Picavea, Gumersindo de Azcárate, Santiago Alba. Misael Bañuelos, etc …), participaron en el debate, al tiempo que se fomentaban los Juegos Florales de significación regionalista, se desarrollaban instituciones culturales proyectadas sobre la región (como la «Sociedad Castellana de Excursiones») y se defendía la necesidad de estudiar el pasado y preservar el patrimonio de la región.
Ahora bien. lo más significativo es el hecho de que ese impulso regionalista no tenía nada que ver, en términos de su plasmación territorial, ni con la antigua corona de Castilla ni con los territorios de etiqueta castellanista, sino que se circunscribía a las regiones de Castilla la Vieja y León. Ello obedecía, entre otras razones, al intento de no confundir a Castilla, en su acepción más genuina, con el centralismo que representaba Madrid, pero también al deseo de no convertirse en un mero feudo de la capital del estado. Incluso en la propuesta más avanzada, la urdida por el republicanismo al presentar en 1869 el proyecto de «Pacto Federal Castellano», este estaba integrado por dos «Estados», Castilla la Vieja y Castilla la Nueva.
Así las cosas los primeros intentos de articulación política de índole descentralizador habían configurado, de forma abrumadoramente mayoritaria, un espacio que equivalía a la actual comunidad política de Castilla y León, con el añadido de las provincias de Santander y Logroño. A la singularidad geográfica de ese territorio identificado «de facto» con la Meseta norte, y a su sustancial homogeneidad económica, como región de base esencialmente agraria, se sumaban el peso de la historia, toda vez que allí habían tenido su asiento el antiguo reino de León y la primigenia Castilla, y la voluntad política del presente. Al final de ese recorrido nos encontramos, en mayo de 1936, con las Bases para un Estatuto de Autonomía, elaboradas por el doctor Bañuelos.
Si efectuamos un recorrido, por somero que sea, por la abundante literatura generada por el regionalismo en nuestra región entre finales del siglo XIX y el año 1936, observaremos que predomina la expresión Castilla, sin más añadidos, aunque en diversas ocasiones se hable de Castilla y León o incluso se utilice el término castellano-leonés. «Es preciso que Castilla tenga un Estatuto, pero esta Castilla no puede ser más que las 11 viejas provincias de Castilla y León», se lee en un artículo de junio de 1936 aparecido en «El Norte de Castilla», debido a la pluma de Izquierdo, un conocido regionalista. Castilla, en sentido general, incluye a Castilla, en sentido restringido, y León. Tal es el postulado que se deriva de ese escrito.
Mas no se trata de una opinión aislada, sino todo lo contrario. Por lo demás ese punto de vista remonta a tiempos pretéritos. Por encima de la división político-administrativa en dos reinos, el conjunto de la Meseta norte ha sido percibido de forma unitaria, aplicándose al mismo el nombre de Castilla. Tal es la opinión defendida, con indudable rigor, por el profesor García Fernández en su valiosísimo libro «Castilla, entre la percepción del espacio y la tradición erudita», publicado en 1985. Así lo vio en el siglo XVIII, por acudir a un ejemplo significativo, el valenciano Antonio Pons en su célebre «Viaje de España».
Estado de las autonomías
Como erudito que era, Antonio Pons conocía la historia y sabia que hubo un reino de León, al cual alude en su obra, pero al mismo tiempo nos transmite una percepción homogénea del territorio situado entre el Sistema Central y la Cordillera Cantábrica. A dicho territorio lo define, sin más, como Castilla, así exclamará ante la fachada de San Marcos de León: «No hay duda de que la fachada referida es, en su línea de las cosas más singulares de Castilla». En otro pasaje habla de Castilla como «un quadro entre el puerto de Guadarrama y León, y entre Burgos y Salamanca», es decir básicamente las llanuras de la cuenca del Duero.
Una percepción similar recorre la literatura, desde la obra de comienzos del siglo XVII «La pícara Justina», en donde se habla de Mansilla de las Mulas como localidad castellana, hasta Pérez Galdós, para quien Burgos, Zamora o Salamanca son «otros lugares de Castilla», el poeta salmantino Gabriel y Galán o Concha Espina que alude a «la sangre de la tierra castellana» a propósito de la Maragatería. Parecidas consideraciones pueden hacerse si fijamos nuestra atencion en autores tan diversos como Torres de Villaroel, Jovellanos, Azorín o Unamuno.
El mismo Sánchez Albornoz nos recuerda, a propósito de su famosa tesis de Castilla como «islote de hombres libres en la Europa feudal» que «con la palabra Castilla he abarcado, en general a todas las tierras del Duero». En idéntica línea se situa el historiador José Luis Martín, salmantino de nacimiento, cuando dice «León y Castilla hicieron de «Castilla» una tierra con personalidad», afirmación que tiene en cuenta no tanto los aspectos geográficos sino los históricos.
Parecidas consideraciones podrían hacerse si nuestro punto de vista se sitúa en el terreno de la lengua o en el de la cultura. Ni las pervivencias de antiguas «fablas», por lo general con un mero valor testimonial, por más que interesantísima desde la perspectiva histórica y filológica, ni los indudables particularismos, no ya de León respecto de Castilla o viceversa sino entre unas comarcas y otras aun en una misma provincia, pueden hacernos olvidar la fuerza arrolladora de los elementos comunes. Más aún, en términos de lengua y de cultura es bien sabido que lo castellano rebasa ampliamente el marco territorial de la Comunidad Autónoma de Castilla y León.
La geografía, la historia, la lengua o la cultura constituyen, en principio, puntos de referencia imprescindibles para acercarse a la esencia de Castilla. Pero a la hora de encarar los proyectos de futuro no basta con recrearse en las añoranzas del pasado o, por utilizar las hermosas palabras de J. Huizinga, en «la nostalgia de una vida mis bella».
Es precisa una acción política vigorosa. Desde la perspectiva española, una vez encarrilada la convivencia política en el marco del denominado «estado de las autonomías», Castilla, utilizando el término en su sentido global, o Castilla y León, para ser consecuentes con la terminología establecida, no puede quedar relegada a un papel de mero comparsa. ¿Acaso va a estar eternamente expiando no se sabe bien qué culpas, quizá las de haberse vaciado de gran parte de sus energías en la tarea de engendrar a la nación española? Al fin y al cabo el centralismo ha sido tan negativo para castellanos y leoneses como lo haya podido ser para otros pueblos de España.
Recuérdese, si no, lo acontecido en este siglo, en orden a la despoblación de la Meseta y, en general, a la pérdida del tono vital de sus gentes. Andrés Sorel captó magistralmente esa situación en su amargo libro «Castilla como agonía».
¿Y si nuestra mirada se dirige a la Europa comunitaria? Repetidamente se habla de construir la Europa de los pueblos o la Europa de las regiones. Llegados a ese punto, ¿no es Castilla un nombre señero en el panorama hispano? ¿Ha de colocarse en un segundo plano, no sólo frente a otras comunidades españolas sino también frente a regiones europeas como Normandía, Escocia o Baviera, cuyo pasado, sin duda brillante, no sobrepasa ni mucho menos el de Castilla? Ciertamente el presente está preñado de dificultades. Pero, sin predicar voluntarismos estériles, es preciso continuar el combate hasta lograr que Castilla y León ocupe el puesto que le corresponde tanto en el concierto español como en el europeo.
Julio Valdeón Baruque
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